/ sábado 24 de julio de 2021

Impasibilidad mórbida ante la violencia 

Iniciaba 2013 y Enrique Peña Nieto se estrenaba como presidente de la República con un brote de grupos de autodefensa que se hizo endémico en municipios del sur del país azotados por el crimen organizado. Emergían de tierras sin ley regadas con sangre de sus habitantes, a manos de bandas delictivas que amedrentaron, desplazaron y desaparecieron familias en busca de ejercer control territorial para el libre desarrollo de sus actividades ilícitas. La región Costa Chica de Guerrero y las zonas aguacatera y limonera de Michoacán fueron cuna de esas iniciativas armadas. Sus integrantes, pobladores comunes y corrientes de comunidades marginadas, exudaban hartazgo por la ausencia de seguridad y optaron tomar escopetas y embozarse para haber justicia por mano propia.

Los resultados iniciales de la incursión de civiles armados en defensa de sus territorios en Guerrero y Michoacán, al margen de la ley, fueron efectivos. Producto de ello, el fenómeno se replicó en al menos 14 estados más del occidente, norte, sureste y centro del país, incluso en zonas urbanas.

Acapulco, incluso, vio nacer a grupos de civiles armados en el poblado turístico de Barra Vieja y Xaltianguis, aunque hoy su presencia es meramente anecdotaria.

Un año después de su aparición, el gobierno de Peña Nieto, rebasado por la violencia, promovió un acuerdo para integrar a las autodefensas de Michoacán y Guerrero a tareas institucionales de seguridad, pero la mayoría lo rechazó.

En nuestro estado, el modelo de autodefensa se replicó en 46 municipios de la región Centro, Montaña, Norte y Tierra Caliente, pero algunos fracasaron por escisiones dentro de sus propias estructuras para crear grupos alternos.

El sexenio anterior culminó sin ningún logro contundente en materia de seguridad y a casi tres años del actual gobierno ese fenómeno, lejos de desaparecer, las autodefensas o guardias comunitarias toman nuevas formas. Las causas de su origen son las mismas de los movimientos de 2013, como el grupo surgido recientemente en Pantelhó, Chiapas.

En esta era transformadora se prometió emprender esfuerzos distintos (abrazos sin balazos, atacar el fondo con programas sociales, becas a jóvenes, entre otras más) pero ninguna ha surtido efecto. De hecho, en lo que va del actual gobierno, con todo y la creación de la Guardia Nacional para reforzar tareas de seguridad que recaían de manera absoluta sobre la Secretaría de la Defensa Nacional y la Armada de México, los índices de delitos, principalmente el homicidio doloso, siguen elevándoseirrefrenablemente.

En la reciente presentación de un informe semestral sobre la seguridad en el país, la Secretaría de Seguridad Pública federal reconoció un incremento en el número de feminicidios, violaciones y otros delitos del fuero común como robo.

La situación de inseguridad pública actual es igual o más delicada que en el sexenio anterior porque, en la praxis, se implementa el mismo modelo de seguridad militarizado que se estableció desde la guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón.

La 4T, pese a la crítica persistente hacia gobiernos anteriores, recurre a la misma fórmula fallida que sigue dejando una estela dolorosa de muerte, desaparecidos, desplazados y familias desintegradas, y se empecina en erradicar la raíz de la violencia cuando sus entrañas están sumamente adheridas al tejido social.

Pantelhó, Tepalcatepec, Teloloapan y otras zonas son reflejo de la desprotección federal, incluso ahora, ante el asedio de la delincuencia.

Nunca se justificará el levantamiento en armas para hacerse justicia propia, pero las autoridades se quedan sin opciones para restablecer la paz en esas poblaciones ante un aparato delictivo que lo supera en número, equipo y estrategia.

Iniciaba 2013 y Enrique Peña Nieto se estrenaba como presidente de la República con un brote de grupos de autodefensa que se hizo endémico en municipios del sur del país azotados por el crimen organizado. Emergían de tierras sin ley regadas con sangre de sus habitantes, a manos de bandas delictivas que amedrentaron, desplazaron y desaparecieron familias en busca de ejercer control territorial para el libre desarrollo de sus actividades ilícitas. La región Costa Chica de Guerrero y las zonas aguacatera y limonera de Michoacán fueron cuna de esas iniciativas armadas. Sus integrantes, pobladores comunes y corrientes de comunidades marginadas, exudaban hartazgo por la ausencia de seguridad y optaron tomar escopetas y embozarse para haber justicia por mano propia.

Los resultados iniciales de la incursión de civiles armados en defensa de sus territorios en Guerrero y Michoacán, al margen de la ley, fueron efectivos. Producto de ello, el fenómeno se replicó en al menos 14 estados más del occidente, norte, sureste y centro del país, incluso en zonas urbanas.

Acapulco, incluso, vio nacer a grupos de civiles armados en el poblado turístico de Barra Vieja y Xaltianguis, aunque hoy su presencia es meramente anecdotaria.

Un año después de su aparición, el gobierno de Peña Nieto, rebasado por la violencia, promovió un acuerdo para integrar a las autodefensas de Michoacán y Guerrero a tareas institucionales de seguridad, pero la mayoría lo rechazó.

En nuestro estado, el modelo de autodefensa se replicó en 46 municipios de la región Centro, Montaña, Norte y Tierra Caliente, pero algunos fracasaron por escisiones dentro de sus propias estructuras para crear grupos alternos.

El sexenio anterior culminó sin ningún logro contundente en materia de seguridad y a casi tres años del actual gobierno ese fenómeno, lejos de desaparecer, las autodefensas o guardias comunitarias toman nuevas formas. Las causas de su origen son las mismas de los movimientos de 2013, como el grupo surgido recientemente en Pantelhó, Chiapas.

En esta era transformadora se prometió emprender esfuerzos distintos (abrazos sin balazos, atacar el fondo con programas sociales, becas a jóvenes, entre otras más) pero ninguna ha surtido efecto. De hecho, en lo que va del actual gobierno, con todo y la creación de la Guardia Nacional para reforzar tareas de seguridad que recaían de manera absoluta sobre la Secretaría de la Defensa Nacional y la Armada de México, los índices de delitos, principalmente el homicidio doloso, siguen elevándoseirrefrenablemente.

En la reciente presentación de un informe semestral sobre la seguridad en el país, la Secretaría de Seguridad Pública federal reconoció un incremento en el número de feminicidios, violaciones y otros delitos del fuero común como robo.

La situación de inseguridad pública actual es igual o más delicada que en el sexenio anterior porque, en la praxis, se implementa el mismo modelo de seguridad militarizado que se estableció desde la guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón.

La 4T, pese a la crítica persistente hacia gobiernos anteriores, recurre a la misma fórmula fallida que sigue dejando una estela dolorosa de muerte, desaparecidos, desplazados y familias desintegradas, y se empecina en erradicar la raíz de la violencia cuando sus entrañas están sumamente adheridas al tejido social.

Pantelhó, Tepalcatepec, Teloloapan y otras zonas son reflejo de la desprotección federal, incluso ahora, ante el asedio de la delincuencia.

Nunca se justificará el levantamiento en armas para hacerse justicia propia, pero las autoridades se quedan sin opciones para restablecer la paz en esas poblaciones ante un aparato delictivo que lo supera en número, equipo y estrategia.