El puerto de Acapulco sufría el asedio de los barcos piratas holandeses a mediados del siglo XVII, por lo que una parte de los acapulqueños defienden con todo al pueblo, pero necesitan del ánimo de la palabra de Dios y no hay sacerdote en la parroquia, porque está enfermo.
Es aquí donde escribe su pasaje en la historia, Martín Villavicencio Salazar, que llegó al puerto procedente de Puebla, en busca de fortuna, pero al darse cuenta de la urgencia de un representante de la iglesia, se hace pasar por cura ante los feligreses, a pesar que no sabe nada de la Biblia ni del catolicismo.
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Según los cronistas de la época, fue una mera coincidencia que en el pueblo se estuviera esperando al padre José Rivera, que iba a ser enviado por el señor arzobispo de México, para fungir como asistente del párroco que estaba enfermo y que por su precaria salud le era imposible cumplir con su labor eclesiástica.
¿Pero cómo se dio cuenta el oriundo de la tierra de los camotes, que necesitaban un cura? Bueno, en medio del fragor de la batalla que libraban los soldados y civiles, en contra de los tripulantes de los barcos piratas holandeses fondeados en la bahía, las beatas y cofradías, les ganaba la lengua y pregonaban que no había cura para rezarle a Dios.
Fue cuando este personaje celebérrimo de la picaresca mexicana, Martín Garatusa hace de las suyas y se presenta aquí haciéndose pasar por el sacerdote José Rivera, sobra decir que fue recibido con alborozo por las beatas del pueblo, hasta repetían para besarle la mano e hincarse.
Evidentemente, lo creen un enviado del señor arzobispo de México, a quien han solicitado un ayudante para el cura párroco enfermo. Su carisma y habilidades naturales para la simulación, le permiten al “padre Rivera” ganarse la simpatía de la comunidad que se desvivía por atenderlo y hasta hubo quienes sollozaban ante su sola presencia.
En esos momentos el grueso de la población había huido a los cerros del anfiteatro y se quedaron en el puerto únicamente los defensores de la bahía, entre soldados y civiles, además de los ricos, pero estos para no separarse de sus tesoros y por temor de que fueran tomados como botín por los piratas holandeses.
La llegada de Martín Villavicencio, por tanto, resulta providencial para hombres y mujeres urgidos, ante el peligro, de la palabra de Dios. El falso recién llegado se hace el remolón para decir misa como se lo pide la comunidad entera y trata de fingir cansancio.
Pero a la insistencia y para evitar el riesgo de ser descubierto antes de iniciar sus planes nada piadosos, simula la celebración del oficio con movimientos teatrales y pronunciando oraciones ininteligibles, repitiendo un Santa María y luego bajaba la voz, porque no tenía ni la más mínima idea de lo que seguía.
Sin embargo, en su sermón idea comparar a soldados y civiles que combaten a los piratas con “los apóstoles que defendieron al Señor de los sarracenos” y hará sollozar a las mujeres y pondrá en pie de guerra a los hombres.
Las limosnas de ese día, que, por cierto, fueron abundantes desaparecen misteriosamente de los cepos. Acaso fue: ¿El padre Rivera? ¡Por Dios, no blasfeméis!
Una vez que pasó la prueba, desplegando valor y desinterés por la vida, Rivera pide ser llevado con el capitán de los piratas holandeses –el príncipe Nassau–, para desaparecer de la vista de todos.
Volverá a escena cuando los corsarios se hayan retirado, vendiendo a los comerciantes la hazaña de haber negociado, por tanto más cuánto, aquella partida de los extranjeros que amenazaban la seguridad del puerto.
Quienes se lo creen le reembolsan lo que según pago. Lo mismo harán los frailes del convento de San Francisco cuando les pida encargos para las supuestas misiones que haría en Filipinas.
A partir de ese momento lo consideran un santo, lo más granado de la sociedad porteña se disputará el privilegio de agasajar al curita Rivera cuando este anuncie su partida. Reconocerán en él una entrega absoluta a la Divina Providencia y en pocas palabras una vocación de mártir.
El homenajeado le resta importancia a las lisonjas y le gustará más escuchar el tintineo de las monedas cayendo en su charola y es cuando prepara la partida con destino a la ciudad de México. Martín Garatusa será dotado con dos burros: uno para montarlo y otro para cargar los valiosos obsequios de los acapulqueños.
Tal y como se estilaba en esos años, un nutrido contingente de hombres, mujeres y niños lo acompañarán dos leguas tierra adentro para protegerlo de los bandidos del camino. No faltarán las escenas emotivas durante la despedida, como de rogarle que se quede, escenas desgarradoras de llanto y hasta de acompañarlo en todo su viaje para su seguridad
Pero, obviamente, lo rechaza y Martín Garatusa, nunca pensó que se las verá finalmente con la temible Inquisición y que estaría a un paso del patíbulo. ¿Se las verá?
Es sentenciado a formar parte de un auto de fe en la Ciudad de México, pero el 30 de marzo de 1848, pide, ruega, suplica, llora un permiso para ver por última vez a su madrecita agonizante.
Se le concede el permiso… ¡y hasta no verte Jesús mío!
En efecto, no lo vuelven a ver, hasta que cuando más tarde sea recapturado, el pícaro poblano recibirá doscientos latigazos y cinco años en galeras. Pero vive y tendrá tiempo para contar su osada odisea que vivió en el puerto de Acapulco.