Literalmente quedó en el olvido que el Fuerte de San Diego recibió el nombre de Carlos III, en honor al Rey de España, por haberlo construido en 1783, después de ser devastada la fortaleza por un terremoto en 1776.
Esta es la historia...
El puerto de Acapulco siempre ha estado a merced de los sismos, debido a su cercanía con las placas tectónicas de Cocos y de Norteamérica. Fue esta causa que el 21 de abril de 1776, un temblor de gran magnitud destruyó totalmente el pueblo de pescadores, incluida la fortaleza de San Diego, que servía para defenderse de los barcos piratas.
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De acuerdo a los cronistas del viejo Acapulco, reseñan que ese día de la fuerte sacudida que se prolongó por espacio de unos minutos, creyeron que había llegado el fin del mundo, aunque coinciden que las víctimas fueron pocas, toda vez que los antiguos habitantes estaban ya acostumbrados a los movimientos de tierra.
Aunque hay quienes opinan que en realidad lo que sucedió es que los acapulqueños poseían una extraordinaria percepción sensorial que les permitía escuchar el retumbo proveniente de las profundidades de la tierra anunciando la sacudida. Tiempo precioso para ponerse a salvo y otro factor fue que el grueso de la población vivía en chozas de palapa y adobe.
En ese entonces, el alcalde en turno, era don Manuel Alonso de Portugal, es el que dirige la ayuda a la población que perdió sus casas o a un ser querido, siempre apoyado por las tropas reales acantonadas en la fortaleza.
Por cierto, los soldados escaparon milagrosamente pues su cuartel que era el Fuerte de San Diego, se derrumbó y apenas lograron escapar con vida, pero no repuestos del susto tuvieron que ir en auxilio de los damnificados por el movimiento telúrico, catalogado como uno de los más fuertes de esa época.
Hay testimonios que indican que la presencia del edil Alonso no es para provocar ánimo en nadie: desencajado, tembloroso y balbuceante, sale para salvar su propio pellejo, pues recuerdan que no dejaba de repetir “¡Qué cosa. más horrible; pensé que moriría y puse mi vida en manos de la virgencita de Los Remedios!”.
El cronista de la ciudad, Anituy Rebolledo Ayerdi, describe que la emergencia lo lleva a informar al virrey don Antonio María de Bucareli y Urzúa, sobre la gravedad de la situación.
Al soberano le preocupa mucho Acapulco porque es el puerto consentido del mismísimo rey de España y por ello hará llegar ayuda a los damnificados. Pero otra de sus preocupaciones es la seguridad de la bahía ahora menguada por el derrumbe de la fortaleza, que no resistió al terremoto.
Como era urgente contar con una fortificación para contener los ataques del enemigo, envió al ingeniero Miguel Constanzó y este se hizo cargo de revisar a fondo el daño estructural que sufrió el centenario inmueble y confirmó que quedó en ruinas y era necesario modificar buena parte de la estructura del castillo.
Sin embargo, el virrey decide encargarle los trabajos a su amigo Silvestre Abarca, reconocido experto en el arte de la fortificación. “Confío en que tú me dirás la verdad: sirve esto o no sirve”, le suplica y de paso se ahorrará todas las movidas de la burocracia virreinal.
Es así que el especialista Abarca revisa el proyecto y la califica como bueno, en tanto que cumpla con los requerimientos de las defensas militares de su género y se corrijan los errores del fuerte anterior. Es entonces que presenta él mismo una propuesta para mejorar notablemente la fortificación.
Pero el Virrey no queda del todo satisfecho, busca a otro de sus amigos don Manuel Santiesteban, quien tiene en su haber algunas mejoras en el castillo de San Juan de Ulúa, en Veracruz, a quien le ruega revise el proyecto y éste le contesta: “Todo lo proyectado está perfecto, amigo mío. No obstante debo recordarte que lo más importante en materia de obra pública es la capacidad y la honradez profesional de quien o quienes las vayan a ejecutar”.
En reciprocidad a la confianza que le otorga le propuso a tres posibles constructores del fuerte de Acapulco: el propio Constanzó, don Ramón Panón y don Carlos Duparquet, cuyos historiales exalta, pero al final se decide por el segundo.
Es así como en 1778, don Ramón Panón, recibe la orden de hacerse cargo de la obra y la primera instrucción que dió será demoler totalmente la antigua fortaleza, construida en 1617 por el arquitecto holandés Adrián Boot.
En está ocasión se toma en cuenta la alta sismicidad y se decide que la cimentación del nuevo edificio se separe unos metros del acantilado, en previsión de futuros temblores. Las obras se inician el 16 de marzo de 1778 y concluyen el 7 de julio de 1783, con un costo superior a los 300 mil pesos.
Pero cuentan que la construcción de la fortaleza no pudo haber sido más accidentada, incluso dramática, porque a punto estuvo de no construirse. El señor Panón resultó necio y terco gachupín, rechazó el consejo del párroco de la Soledad de mudarse a un sitio con clima más benigno.
Es más se burló cuando el cura le advierte, “Acapulco mata”, pero en vez de tomarlo en serio se rió de lo que consideró puntada del curita melindroso, pero para su sorpresa cayó en cama meses más tarde, víctima de un mal que “no conoce ni la bruja ni quien se dice médico”.
Así que relega los trabajos de la construcción a su segundo don Santiago Olavarrieta, este lo recibe con mala nueva de que los trabajadores traídos de fuera se enfermaron todos y huyeron. La obra avanzaba a cuenta gotas porque está a cargo únicamente de operarios locales.
“¡Claro –estalla el constructor–, porque lo que único que sabe hacer la gente de aquí es rascarse las talegas, ordenando traer más gente de fuera, pero vuelve a enfermar y esta vez lo acompaña su brazo derecho Olavarrieta.
La obra queda en abandono porque ambos deciden regresar inmediatamente a España temerosos de morir lejos de los suyos. “Bien me advirtió el señor cura que Acapulco mataba”, recuerda Panón. No contaban los dos constructores con una maldita novedad: “No podrán abandonar la Nueva España sin una autorización expresa del mismísimo Carlos III.
La solicitan, pero como ésta tardará meses en llegar, Panón y Olavarrieta, mudados al rancho de La Sabana, que es un vergel con su río de agua zarca, podrán poner la cereza del pastel en su fortaleza y concluirla.
Una vez que el nuevo fuerte es inaugurado se bautiza como corresponde con el nombre del rey constructor Carlos III. No obstante, la costumbre de casi dos siglos obligará a que se le siga llamando San Diego, como hasta hoy.