/ domingo 21 de enero de 2018

Un duelo fracasado en "El asesino que no seremos"

El libro del periodista Federico Mastrogiovanni aparece como una singularidad en el panorama periodístico en México

Desde que el gobierno mexicano ordenó su “guerra contra el narcotráfico” en 2006, el periodismo narrativo se ha enfocado en narrar la estrafalaria épica de los traficantes o la escalofriante destrucción del tejido social que ha dejado la violencia. El libro El asesino que no seremos, del periodista Federico Mastrogiovanni aparece como una singularidad en el panorama periodístico en México

 

Comencemos señalando lo que este libro no es: El asesino que no seremos está lejos de circunscribirse a la historia épica de un pandillero en busca de una extraordinaria redención; tampoco es el infernal descenso a un mundo gobernado por el crimen y la maldad, ni es la historia trágica de un muchacho inocente victimado por la injusticia social y la corrupción del sistema carcelario. Esos temas se tocan en el libro, pero no determinan su estructura narrativa porque la obra es algo más y es algo menos que todo eso en conjunto.

Aquí no hay épica, ni infierno, ni tragedia. Aquí se muestra una vida.

Pero esa existencia se inscribe en la medianía que nos rodea a todos. La mediocridad de un destino que ha colindado con el abismo pero que no se ha despeñado; se ha cortado en el filo de la espada, pero no ha perecido por ella; se ha quemado con el fuego, pero no ha sido reducida a cenizas.

El periodista Federico Mastrogiovanni comienza a investigar con una intuición que ignora si conseguirá una historia que valga la pena pero, como todo buen reportero, tendrá que asumir ese riesgo. Su motivación se origina en un accidente: una amiga conoce a un pandillero que luego de más de una década en una prisión de máxima seguridad ahora es maestro de inglés para niños en una escuela de una de las colonias más privilegiadas de México. ¿Está el periodista ante algo digno de contarse? ¿Qué hace que algo sea digno de contarse?

Mucho del más celebrado “periodismo narrativo” escrito en México cree haber encontrado una respuesta. Desde que el gobierno del presidente Felipe Calderón ordenó su “guerra contra el narcotráfico” en 2006, este tipo de periodismo ha respondido de dos modos complementarios: por un lado, se ha enfocado en la estrafalaria épica de los traficantes que, según nuestras autoridades, protagonizan guerras entre sí por el control de supuestas rutas para el trasiego de droga hasta Estados Unidos; por otro lado, se ha narrado con escalofriante detalle la destrucción del tejido social que ha dejado la insólita violencia atribuida a la delincuencia organizada en decenas de miles de asesinatos.

La violencia y el dolor que desbordan la realidad inmediata del país desde luego debe ser materia del mejor trabajo periodístico. Pero entre el periodismo obsesionado por los “narcos” y el periodismo dolido por las “víctimas” —me parece—, la función primordial del reportero ha entrado en un impasse ético y político.

En primera instancia, los periodistas han seguido con docilidad el discurso oficial repitiendo que los traficantes son tan poderosos y bárbaros como nos aseguran los voceros del Estado. En segunda instancia, han retratado el terrible saldo de víctimas sin reparar en que aún queda por determinar con certeza quiénes realmente han sido los victimarios. Así, sin mayores esfuerzos informativos, o se “narra” la vida de los supuestos traficantes, o se compadece a sus víctimas.

Mucha narración y poco periodismo.

Entre esas dos corrientes que se han instalado en el centro de nuestra comprensión sobre la violencia que desgarra el territorio nacional, El asesino que no seremos aparece como una singularidad en el panorama del periodismo narrativo en México.

Federico Mastrogiovanni ha concluido un libro valiente y perturbador. Pero, ante todo, estas páginas muestran la honestidad del reportero que escribe lo que observa sin decidir antes qué es lo que está por observar. Aquí no hay jefes del crimen organizado que controlan ciudades enteras desde un búnker con paredes de oro, acompañados de un tigre de Bengala. Tampoco se encuentra el sentido drama de las víctimas de la violencia, mientras el periodista vacila entre su trabajo como reportero y la indignación del activista de derechos humanos.

Aquí la vida se inscribe con triste medianía, injusticia y soledad cuando se entrecruza con la violencia sistémica entre México y Estados Unidos.

Una vida que se encuentra con otra para concluir en una especie de lengua bifurcada: dos tiempos, dos espacios, dos culturas. Y también, como se verá, dos subjetividades.

Le decían Snoopy, pero ahora sólo quiere ser llamado Edwin. Federico escribió un libro que aborda el pasado pandillero de Snoopy hasta el presente de Edwin como maestro de inglés para niños de la Condesa. En este duelo, uno de los principales retos es el lenguaje:Federico debe administrar el doble registro en el que se inscriben las palabras de Edwin desde la primera página: el inglés se inserta en un texto escrito en español para convertirse en algo pocho, impuro. El lector tendrá que aprender a escuchar esa poderosa lengua bicéfala, resuelta, tierna y a la vez apabullante. Todos los capítulos se titulan en inglés, pero el contenido es bilingüe, bicultural. Y sin embargo, nunca se nos presenta como una mezcla feliz: es la violencia de la calle trasladada al lenguaje, no la celebración ingenua de una falsa “cultura híbrida”. La represión, el dolor, la muerte también están en las palabras del pandillero.

El inglés y el español se interpolan como los dos tiempos y los dos espacios desde los cuales se narra. El pasado de Snoopy en Estados Unidos y el presente de Edwin en México se funden como un único plano narrativo que dibuja y desdibuja el perfil de la misma persona. El joven pandillero y el maduro maestro intervienen para dar su versión de los hechos. Y si bien el presente está en fluctuación, el pasado no es inamovible. Federico viaja hasta el barrio donde Edwin acuchilló a un joven negro para encontrar que ese espacio de violencia entre hispanos y negros ahora está habitado por la expansiva comunidad armenia. La calma que hoy se respira en las calles de Burbank ha borrado los ecos de las pandillas que dos décadas antes protagonizaban sangrientas batallas urbanas. Federico no encuentra a los homies de Snoopy, sino a unos ancianos con futuro limitado que lo miran desde un asilo a unas cuadras donde en otro tiempo mataban por la misma forma de observar.

Los referentes culturales muestran también un extraño desencuentro. Los pandilleros mexicoestadounidenses escuchan oldies, pero también el rap de los negros. Comparten música, pero se odian entre sí. Los dos grupos son amantes de la comida rápida de peor calidad.

Es en un Taco Bell donde Snoopy acuchilla —pero no mata— a Damon. Lo único que Edwin le pide a Federico como regalo por el viaje por los espacios de su vida es una bolsa de corn nuts, su comida chatarra preferida en prisión. La ironía lo acompaña por décadas. Only God Can Judge Me, repite uno de los muchos tatuajes de Edwin, citando una canción del rapero negro 2Pac. Había momentos en que hispanos y negros podían interactuar en paz, pero siempre volvía el arrebato de odio enmarcado entre los límites de un barrio al otro. El racismo, explica Edwin, es un motor de supervivencia entre pandillas, no el rechazo espontáneo del otro.

Como ocurre entre los mejores practicantes de aquello que Tom Wolfe llamó “nuevo periodismo”, Federico escribe la historia tanto como la historia lo reescribe a él. Federico no sólo aprende y experimenta las filias y fobias de Edwin, sino que ellos terminan entrelazando sus vidas. Federico y Edwin dialogan y ninguno sale indemne: se tensan, se admiran, se contradicen, se complementan. Lo llaman “terapia mutua”. Comparten solmenes una complicidad que también se convierte en burla despiadada y lúdica. Uno de los capítulos más genuinos capta el dolor de Edwin por la ausencia de su madre, a quien no volvió a ver hasta años después de su liberación y sólo porque él pagó su boleto de avión a México. Federico sabe de ese dolor: su propia madre se ha alejado con los años, mientras su memoria y su conciencia ceden al avance del alzhéimer. Federico y Edwin se encuentran, huérfanos, en la compañía solitaria de una larga conversación que los hermana.

Pero entendamos bien: Mastrogiovanni no busca instigar la simpatía del lector ni la apropiación condescendiente de la voz de Edwin. Tampoco está mediando la voz de un subalterno: está hablando con Edwin, una persona con la que establece una delicada conversación horizontal que en cualquier momento podría romperse. Juan Villoro ha escrito que “la amistad es un duelo que fracasa” y el aforismo es cierto para este libro. El vínculo entre el periodista y el expandillero no tiene ninguna expectativa sobre su destino final. Si el libro culmina es porque el duelo entre ambos, por suerte, ha fracasado: Federico y Edwin logran escucharse hasta el final. Terminan siendo amigos y este libro es, también, la historia de esa amistad.

Es aquí que el trabajo de Mastrogiovanni difiere de libros como Always Running. La vida loca: Gang Days in L.A. (1993) de Luis J. Rodríguez. Este último es un testimonio didáctico, un cautionary tale, dirigido a quienes pudieran sentir la tentación de la vida pandillera entre los mexicoestadounidenses de California. También se distancia de la demanda de veracidad que el antropólogo estadunidense David Stoll interpuso al relato testimonial de Rigoberta Menchú en su investigación Rigoberta Mench. and the Story of All Poor Guatemalans (1998). La historia de Edwin no se ofrece como advertencia para otros jóvenes. Tampoco depende de los hechos según los recuerda Edwin, pues Mastrogiovanni es un reportero que corrobora los principales puntos del relato. Uno de los momentos más estremecedores del libro proviene de ese reporteo. Ocurre cuando visita Pelican Bay, la cárcel de máxima seguridad donde Edwin pasó más de una década encerrado. Federico combina magistralmente su experiencia personal, aterrado por el régimen impersonal y deshumanizante de la prisión, mientras que Edwin la recuerda como un “monasterio” donde era posible meditar en calma y leer, y donde “era también esa convivencia, calidez humana de sentir que estamos ahí, estamos bien, y podemos levantarnos contentos y riendo”.

Los hechos en la vida de Edwin no son, finalmente, unívocos. Son el secreto de una vida irrepetible en condiciones inconmensurables para otros. Federico podrá haber visitado la cárcel, pero no sabrá nunca la vida que Edwin realmente vivió en ella.

La historia de Edwin, entonces, sólo puede pensarse en la particularidad de su accidente y en la puntualidad de la pregunta planteada por el primer capítulo: “¿Quién soy yo?”. Con ironía y profunda humanidad, la pregunta se desdobla: “¿Quién no soy yo?”. Edwin ha sido pandillero, pero no un asesino. La melancolía de su vida en parte proviene de pensar aquello que nunca tuvo ni tendrá: su juventud está perdida entre las paredes de su celda, su familia que crece y envejece sin él del otro lado de la frontera infranqueable, su vida como un down vato dispuesto al asesinato que nunca cometerá.

En la medianía de su vida, Edwin no será un asesino. Será, apenas, un pandillero autosaboteado por sus decisiones de juventud y vejado por un sistema penitenciario racista e inmisericorde, que sin embargo le dejó preservar un mínimo de sueños, de futuro. En este punto Edwin recuerda al Saico, el cholo protagonista de la novela El gran pretender (1992) de Luis Humberto Crosthwaite. El cholo defiende su barrio de otras pandillas, de la policía, de los insultos de los jóvenes de clase alta. Pero al final esa defensa es fútil: el barrio se desintegra gradualmente con las transformaciones normales de la ciudad. Edwin no puede volver a Estados Unidos pero, aunque pudiera, su barrio ya sólo existe en su memoria melancólica.

En 1966 Truman Capote acaparó la opinión pública de Estados Unidos con la publicación de su novela “sin ficción” In Cold Blood. El evento es el sueño perfecto de cualquier periodista con las mismas ambiciones narrativas: cubrir un asesinato y llegar a la escena antes de que culmine la historia para (des)cubrir su final como ningún otro periodista podría hacerlo. Y un cierre climático: Capote encuentra a los protagonistas perfectos cuando son ejecutados por las autoridades del estado de Kansas.

Mastrogiovanni, como todo periodista honesto reconocería, habría tenido un libro sin cabos sueltos si al final del relato Edwin cumple su amenaza de reincidir. Que cumpliera su promesa de radicalidad y violencia. “Que fuera puro”, anota Federico. Si Edwin hubiera asesinado a su novia y luego se hubiera suicidado habría dado un sentido concluyente a su investigación. Pero eso únicamente pasa en los pocos libros con finales demasiado perfectos. En el trabajo de la mayoría de los reporteros, la información se obtiene en cantidades lentas y grises, carentes de significado trascendental. Las historias no siempre son redondas: son discontinuas, accidentadas, se resisten a los deseos y prejuicios del reportero. ¿Cómo decidir si la historia era digna de ser contada? Mastrogiovanni responde: todas las historias son dignas de ser contadas. El desafío es ser el reportero digno de contarlas. Jorge Luis Borges lamentó toda su vida no haber podido ser un hombre de acción, como aquellos militares que en su genealogía familiar fueron héroes de guerra. Ese lamento nos sorprende porque lo escribe una de las mayores mentes literarias en lengua española. Como si aún su éxito intelectual fuera insuficiente, Borges piensa melancólicamente todo aquello que nunca pudo ser.

En uno de sus más celebrados cuentos, El sur, Borges narra la historia de Juan Dahlmann, empleado en una biblioteca municipal de Buenos Aires, quien es también, como el autor, hijo de una genealogía de hombres de acción. Luego de un accidente que le produce una fiebre alucinatoria, Dahlmann deja el hospital donde convalecía y se dirige en tren hacia su estancia en el sur. Varado en el camino, de pronto se encuentra en medio de un duelo a cuchillo con un gaucho enardecido. El hombre de letras acepta la buena fortuna del reto: “Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”. La palabra clave aquí es “soñar”, pues Borges abre la posibilidad de que todo esto en realidad ocurre en la mente de Dahlmann, que todavía agoniza en el hospital. El duelo es la proyección de su vida melancólica por una vida de acción que nunca conocerá.

La vida de Edwin, según la descubre Federico, pero también el propio Edwin, no conocerá tampoco el punto alto de un duelo criminal. No matará a nadie. Nadie lo matará a él. Su épica —llana, común— se establece en la mera supervivencia. Radica en el hecho de haber pasado por todo y, como todos, seguir vivo. Recuerdo ahora unos versos de León de la Rosa, poeta de Ciudad Juárez, que en más de un modo cifran la vida y el lamento melancólico de Edwin y de Federico: “Ojalá everything fuera epic. Ojalá everyone were héroes”. Ni Federico ni Edwin saben de épica. No son héroes. Son amigos. Su fracaso es también su mayor fortuna.

Fragmento del libro El asesino que no seremos (Debate / 2017) del periodista Federico Mastrogiovanni, que reproducimos con la autorización de la editorial Grijalbo.

Desde que el gobierno mexicano ordenó su “guerra contra el narcotráfico” en 2006, el periodismo narrativo se ha enfocado en narrar la estrafalaria épica de los traficantes o la escalofriante destrucción del tejido social que ha dejado la violencia. El libro El asesino que no seremos, del periodista Federico Mastrogiovanni aparece como una singularidad en el panorama periodístico en México

 

Comencemos señalando lo que este libro no es: El asesino que no seremos está lejos de circunscribirse a la historia épica de un pandillero en busca de una extraordinaria redención; tampoco es el infernal descenso a un mundo gobernado por el crimen y la maldad, ni es la historia trágica de un muchacho inocente victimado por la injusticia social y la corrupción del sistema carcelario. Esos temas se tocan en el libro, pero no determinan su estructura narrativa porque la obra es algo más y es algo menos que todo eso en conjunto.

Aquí no hay épica, ni infierno, ni tragedia. Aquí se muestra una vida.

Pero esa existencia se inscribe en la medianía que nos rodea a todos. La mediocridad de un destino que ha colindado con el abismo pero que no se ha despeñado; se ha cortado en el filo de la espada, pero no ha perecido por ella; se ha quemado con el fuego, pero no ha sido reducida a cenizas.

El periodista Federico Mastrogiovanni comienza a investigar con una intuición que ignora si conseguirá una historia que valga la pena pero, como todo buen reportero, tendrá que asumir ese riesgo. Su motivación se origina en un accidente: una amiga conoce a un pandillero que luego de más de una década en una prisión de máxima seguridad ahora es maestro de inglés para niños en una escuela de una de las colonias más privilegiadas de México. ¿Está el periodista ante algo digno de contarse? ¿Qué hace que algo sea digno de contarse?

Mucho del más celebrado “periodismo narrativo” escrito en México cree haber encontrado una respuesta. Desde que el gobierno del presidente Felipe Calderón ordenó su “guerra contra el narcotráfico” en 2006, este tipo de periodismo ha respondido de dos modos complementarios: por un lado, se ha enfocado en la estrafalaria épica de los traficantes que, según nuestras autoridades, protagonizan guerras entre sí por el control de supuestas rutas para el trasiego de droga hasta Estados Unidos; por otro lado, se ha narrado con escalofriante detalle la destrucción del tejido social que ha dejado la insólita violencia atribuida a la delincuencia organizada en decenas de miles de asesinatos.

La violencia y el dolor que desbordan la realidad inmediata del país desde luego debe ser materia del mejor trabajo periodístico. Pero entre el periodismo obsesionado por los “narcos” y el periodismo dolido por las “víctimas” —me parece—, la función primordial del reportero ha entrado en un impasse ético y político.

En primera instancia, los periodistas han seguido con docilidad el discurso oficial repitiendo que los traficantes son tan poderosos y bárbaros como nos aseguran los voceros del Estado. En segunda instancia, han retratado el terrible saldo de víctimas sin reparar en que aún queda por determinar con certeza quiénes realmente han sido los victimarios. Así, sin mayores esfuerzos informativos, o se “narra” la vida de los supuestos traficantes, o se compadece a sus víctimas.

Mucha narración y poco periodismo.

Entre esas dos corrientes que se han instalado en el centro de nuestra comprensión sobre la violencia que desgarra el territorio nacional, El asesino que no seremos aparece como una singularidad en el panorama del periodismo narrativo en México.

Federico Mastrogiovanni ha concluido un libro valiente y perturbador. Pero, ante todo, estas páginas muestran la honestidad del reportero que escribe lo que observa sin decidir antes qué es lo que está por observar. Aquí no hay jefes del crimen organizado que controlan ciudades enteras desde un búnker con paredes de oro, acompañados de un tigre de Bengala. Tampoco se encuentra el sentido drama de las víctimas de la violencia, mientras el periodista vacila entre su trabajo como reportero y la indignación del activista de derechos humanos.

Aquí la vida se inscribe con triste medianía, injusticia y soledad cuando se entrecruza con la violencia sistémica entre México y Estados Unidos.

Una vida que se encuentra con otra para concluir en una especie de lengua bifurcada: dos tiempos, dos espacios, dos culturas. Y también, como se verá, dos subjetividades.

Le decían Snoopy, pero ahora sólo quiere ser llamado Edwin. Federico escribió un libro que aborda el pasado pandillero de Snoopy hasta el presente de Edwin como maestro de inglés para niños de la Condesa. En este duelo, uno de los principales retos es el lenguaje:Federico debe administrar el doble registro en el que se inscriben las palabras de Edwin desde la primera página: el inglés se inserta en un texto escrito en español para convertirse en algo pocho, impuro. El lector tendrá que aprender a escuchar esa poderosa lengua bicéfala, resuelta, tierna y a la vez apabullante. Todos los capítulos se titulan en inglés, pero el contenido es bilingüe, bicultural. Y sin embargo, nunca se nos presenta como una mezcla feliz: es la violencia de la calle trasladada al lenguaje, no la celebración ingenua de una falsa “cultura híbrida”. La represión, el dolor, la muerte también están en las palabras del pandillero.

El inglés y el español se interpolan como los dos tiempos y los dos espacios desde los cuales se narra. El pasado de Snoopy en Estados Unidos y el presente de Edwin en México se funden como un único plano narrativo que dibuja y desdibuja el perfil de la misma persona. El joven pandillero y el maduro maestro intervienen para dar su versión de los hechos. Y si bien el presente está en fluctuación, el pasado no es inamovible. Federico viaja hasta el barrio donde Edwin acuchilló a un joven negro para encontrar que ese espacio de violencia entre hispanos y negros ahora está habitado por la expansiva comunidad armenia. La calma que hoy se respira en las calles de Burbank ha borrado los ecos de las pandillas que dos décadas antes protagonizaban sangrientas batallas urbanas. Federico no encuentra a los homies de Snoopy, sino a unos ancianos con futuro limitado que lo miran desde un asilo a unas cuadras donde en otro tiempo mataban por la misma forma de observar.

Los referentes culturales muestran también un extraño desencuentro. Los pandilleros mexicoestadounidenses escuchan oldies, pero también el rap de los negros. Comparten música, pero se odian entre sí. Los dos grupos son amantes de la comida rápida de peor calidad.

Es en un Taco Bell donde Snoopy acuchilla —pero no mata— a Damon. Lo único que Edwin le pide a Federico como regalo por el viaje por los espacios de su vida es una bolsa de corn nuts, su comida chatarra preferida en prisión. La ironía lo acompaña por décadas. Only God Can Judge Me, repite uno de los muchos tatuajes de Edwin, citando una canción del rapero negro 2Pac. Había momentos en que hispanos y negros podían interactuar en paz, pero siempre volvía el arrebato de odio enmarcado entre los límites de un barrio al otro. El racismo, explica Edwin, es un motor de supervivencia entre pandillas, no el rechazo espontáneo del otro.

Como ocurre entre los mejores practicantes de aquello que Tom Wolfe llamó “nuevo periodismo”, Federico escribe la historia tanto como la historia lo reescribe a él. Federico no sólo aprende y experimenta las filias y fobias de Edwin, sino que ellos terminan entrelazando sus vidas. Federico y Edwin dialogan y ninguno sale indemne: se tensan, se admiran, se contradicen, se complementan. Lo llaman “terapia mutua”. Comparten solmenes una complicidad que también se convierte en burla despiadada y lúdica. Uno de los capítulos más genuinos capta el dolor de Edwin por la ausencia de su madre, a quien no volvió a ver hasta años después de su liberación y sólo porque él pagó su boleto de avión a México. Federico sabe de ese dolor: su propia madre se ha alejado con los años, mientras su memoria y su conciencia ceden al avance del alzhéimer. Federico y Edwin se encuentran, huérfanos, en la compañía solitaria de una larga conversación que los hermana.

Pero entendamos bien: Mastrogiovanni no busca instigar la simpatía del lector ni la apropiación condescendiente de la voz de Edwin. Tampoco está mediando la voz de un subalterno: está hablando con Edwin, una persona con la que establece una delicada conversación horizontal que en cualquier momento podría romperse. Juan Villoro ha escrito que “la amistad es un duelo que fracasa” y el aforismo es cierto para este libro. El vínculo entre el periodista y el expandillero no tiene ninguna expectativa sobre su destino final. Si el libro culmina es porque el duelo entre ambos, por suerte, ha fracasado: Federico y Edwin logran escucharse hasta el final. Terminan siendo amigos y este libro es, también, la historia de esa amistad.

Es aquí que el trabajo de Mastrogiovanni difiere de libros como Always Running. La vida loca: Gang Days in L.A. (1993) de Luis J. Rodríguez. Este último es un testimonio didáctico, un cautionary tale, dirigido a quienes pudieran sentir la tentación de la vida pandillera entre los mexicoestadounidenses de California. También se distancia de la demanda de veracidad que el antropólogo estadunidense David Stoll interpuso al relato testimonial de Rigoberta Menchú en su investigación Rigoberta Mench. and the Story of All Poor Guatemalans (1998). La historia de Edwin no se ofrece como advertencia para otros jóvenes. Tampoco depende de los hechos según los recuerda Edwin, pues Mastrogiovanni es un reportero que corrobora los principales puntos del relato. Uno de los momentos más estremecedores del libro proviene de ese reporteo. Ocurre cuando visita Pelican Bay, la cárcel de máxima seguridad donde Edwin pasó más de una década encerrado. Federico combina magistralmente su experiencia personal, aterrado por el régimen impersonal y deshumanizante de la prisión, mientras que Edwin la recuerda como un “monasterio” donde era posible meditar en calma y leer, y donde “era también esa convivencia, calidez humana de sentir que estamos ahí, estamos bien, y podemos levantarnos contentos y riendo”.

Los hechos en la vida de Edwin no son, finalmente, unívocos. Son el secreto de una vida irrepetible en condiciones inconmensurables para otros. Federico podrá haber visitado la cárcel, pero no sabrá nunca la vida que Edwin realmente vivió en ella.

La historia de Edwin, entonces, sólo puede pensarse en la particularidad de su accidente y en la puntualidad de la pregunta planteada por el primer capítulo: “¿Quién soy yo?”. Con ironía y profunda humanidad, la pregunta se desdobla: “¿Quién no soy yo?”. Edwin ha sido pandillero, pero no un asesino. La melancolía de su vida en parte proviene de pensar aquello que nunca tuvo ni tendrá: su juventud está perdida entre las paredes de su celda, su familia que crece y envejece sin él del otro lado de la frontera infranqueable, su vida como un down vato dispuesto al asesinato que nunca cometerá.

En la medianía de su vida, Edwin no será un asesino. Será, apenas, un pandillero autosaboteado por sus decisiones de juventud y vejado por un sistema penitenciario racista e inmisericorde, que sin embargo le dejó preservar un mínimo de sueños, de futuro. En este punto Edwin recuerda al Saico, el cholo protagonista de la novela El gran pretender (1992) de Luis Humberto Crosthwaite. El cholo defiende su barrio de otras pandillas, de la policía, de los insultos de los jóvenes de clase alta. Pero al final esa defensa es fútil: el barrio se desintegra gradualmente con las transformaciones normales de la ciudad. Edwin no puede volver a Estados Unidos pero, aunque pudiera, su barrio ya sólo existe en su memoria melancólica.

En 1966 Truman Capote acaparó la opinión pública de Estados Unidos con la publicación de su novela “sin ficción” In Cold Blood. El evento es el sueño perfecto de cualquier periodista con las mismas ambiciones narrativas: cubrir un asesinato y llegar a la escena antes de que culmine la historia para (des)cubrir su final como ningún otro periodista podría hacerlo. Y un cierre climático: Capote encuentra a los protagonistas perfectos cuando son ejecutados por las autoridades del estado de Kansas.

Mastrogiovanni, como todo periodista honesto reconocería, habría tenido un libro sin cabos sueltos si al final del relato Edwin cumple su amenaza de reincidir. Que cumpliera su promesa de radicalidad y violencia. “Que fuera puro”, anota Federico. Si Edwin hubiera asesinado a su novia y luego se hubiera suicidado habría dado un sentido concluyente a su investigación. Pero eso únicamente pasa en los pocos libros con finales demasiado perfectos. En el trabajo de la mayoría de los reporteros, la información se obtiene en cantidades lentas y grises, carentes de significado trascendental. Las historias no siempre son redondas: son discontinuas, accidentadas, se resisten a los deseos y prejuicios del reportero. ¿Cómo decidir si la historia era digna de ser contada? Mastrogiovanni responde: todas las historias son dignas de ser contadas. El desafío es ser el reportero digno de contarlas. Jorge Luis Borges lamentó toda su vida no haber podido ser un hombre de acción, como aquellos militares que en su genealogía familiar fueron héroes de guerra. Ese lamento nos sorprende porque lo escribe una de las mayores mentes literarias en lengua española. Como si aún su éxito intelectual fuera insuficiente, Borges piensa melancólicamente todo aquello que nunca pudo ser.

En uno de sus más celebrados cuentos, El sur, Borges narra la historia de Juan Dahlmann, empleado en una biblioteca municipal de Buenos Aires, quien es también, como el autor, hijo de una genealogía de hombres de acción. Luego de un accidente que le produce una fiebre alucinatoria, Dahlmann deja el hospital donde convalecía y se dirige en tren hacia su estancia en el sur. Varado en el camino, de pronto se encuentra en medio de un duelo a cuchillo con un gaucho enardecido. El hombre de letras acepta la buena fortuna del reto: “Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”. La palabra clave aquí es “soñar”, pues Borges abre la posibilidad de que todo esto en realidad ocurre en la mente de Dahlmann, que todavía agoniza en el hospital. El duelo es la proyección de su vida melancólica por una vida de acción que nunca conocerá.

La vida de Edwin, según la descubre Federico, pero también el propio Edwin, no conocerá tampoco el punto alto de un duelo criminal. No matará a nadie. Nadie lo matará a él. Su épica —llana, común— se establece en la mera supervivencia. Radica en el hecho de haber pasado por todo y, como todos, seguir vivo. Recuerdo ahora unos versos de León de la Rosa, poeta de Ciudad Juárez, que en más de un modo cifran la vida y el lamento melancólico de Edwin y de Federico: “Ojalá everything fuera epic. Ojalá everyone were héroes”. Ni Federico ni Edwin saben de épica. No son héroes. Son amigos. Su fracaso es también su mayor fortuna.

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