/ domingo 4 de marzo de 2018

Hojas de papel volando | Tardes de cine

“¡Pepe el Toro es inocente! ¡Pepe el Toro es inocente!”

En 1988 Giuseppe Tornatore, el director italiano, hizo una película muy elocuente. Una cinta que relataba la vida de un pueblo al sur de Italia y en donde la vida de sus pocos habitantes giraba en torno al cine: el Cinema Paradiso, que era la sala de proyecciones y que estaba en el centro del lugar.

Según la trama, este cine era el refugio de todos; el encuentro de todos y la convivencia fraterna, cordial, inocente, erótica, poderosa y expectante de la gente que vive, come, ama y sueña; sueña con las grandes estrellas, con las grandes aventuras, en la emoción del encuentro y en aquellas historias que los tenían arrobados, pero al mismo tiempo vivos y emocionados.

Nadie puede olvidar el final catártico y dulce de la historia. Pero tampoco pasó desapercibido el contenido y razón de la obra: la caída del cine; la creencia de que las salas de cine y las proyecciones pasarían a la historia. Habían aparecido en el mundo las videocaseteras, para ver en casa todo aquello que se quería disfrutar, ahora en la intimidad del hogar… El presagio estaba ahí: y no se cumplió, por fortuna.

El cine está más vivo que nunca y sigue siendo, por todo, ese arte de la imagen, del diálogo, de la actuación, de la escenografía, de la música, de la dirección, de la edición y de todo eso que hace que cada película que vemos sea una sinfonía, en la que participan cientos de personas para hacer que en dos o tres horas seamos otro y uno: todos y uno: que estemos en Waterloo o en la estepa rusa, en los campos y bajo los hermosos cielos mexicanos como en el mar… y así…

Al final, aquel presagio de Cinema Paradiso y otras maldiciones no se cumplieron porque la gente, en todo el mundo donde es posible, sigue yendo a las salas de exhibición, está dispuesta a llegar al santuario en donde su vida será otra y mil más, será el mismo aventurero o ellas la Mujer Maravilla y seguirá saliendo, triste o contento, indignado o relajado, pero nunca igual a como entró aquella misma tarde, en sus tardes de cine.

En México hay una gran tradición de hacer cine. Viene de lejos. Ya desde antes del siglo pasado. El mero-mero privilegiado y sorprendido hasta las cachas fue don Porfirio Días quien el 6 de agosto de 1896, en la noche, con su familia y miembros de su gabinete, vieron asombrados las imágenes en movimiento que dos enviados de los hermanos Lumière proyectaron con el cinematógrafo, en uno de los salones del Castillo de Chapultepec.

Unos meses después el rompope ya estaba en su punto. Don Porfis autorizó la exhibición de ‘las vistas’ y se abrió una sala de proyecciones en la calle de Plateros –hoy Madero--. Y de ahí en adelante ya nada paró a esa emocionante aventura de las tardes de cine.

Ya dando largos pasos, muy formalito ya en el XX se hacían películas en México, como aquella El automóvil gris, de 1919, de Enrique Rosas, o El Compadre Mendoza de Fernando de Fuentesen1933 y muchas más antes y después de éstas, hasta la época dorada, o mejor, la época de oro del cine nacional, que va de 1936 a 1957, que es cuando en plena 2ª. Guerra Mundial, la producción nacional se sirvió con la cuchara grande porque las películas mexicanas eran vistas en gran parte del mundo, con aplausos, pero muy particularmente en América Latina y España.

El cine mexicano fue prolífico en historias intensas, emotivas, de campo o urbanas, lo mismo La mujer del puerto de 1934, dirigida por Arcady Boytler, como María Candelaria, de 1944 del Indio Fernández. Y así: larga historia esa la del cine mexicano, y grandes obras y grandes directores como excelentes actores y técnicos y todo ese universo de sueños incontenibles.

Pero más que eso. El chiste era ir al cine. Ir a la menor provocación. Era durante todos aquellos años el refugio de cada uno de quienes vivían y viven en este país tan dado a hacer suyas las historias que se cuentan y tan dado a sentirse halagado porque en el cine se está; cada uno es tal o cual personaje y sabe su alegría y su pesar, puestos en el cine.

Por muchos años el éxito de la cinematografía nacional era grande. Llegó también el cine internacional. Por entonces los gringos no se ponían roñosos y llegaba a México mucho cine europeo, esto por ahí de los 60 y poco después.

Y en la capital del país, como en muchos estados de la República, surgieron salas cinematográficas como hongos. Y mientras más grandes y vistosas mejor. Eran todo un lujo de arte-de arquitectura-de espacio y acaso también de seguridad.

¿Quién puede olvidar, por ejemplo, el Palacio Chino que estaba en Bucareli del Distrito Federal? ¿O quién el Cine Alameda que estaba en la avenida Juárez?

Y había cines para todos los gustos y para todos los recursos. Claro. Los rotos fufurufos iban a ese Palacio Chino que costaba un buen por cada boleto para ver ¡una sola película de estreno! en tanto, muchos, el pueblo raso, la gente de a pie, iba a los cines “piojito” a los que se entraba desde las cuatro de la tarde para salir –faroleado y sin brillo en los ojos—a eso de las 9 de la noche luego de tandas de dos o tres películas: todo por unos mínimos pesos o centavos.

Y era –en este caso—una aventura si confesable. Para empezar las tandas de dos o tres películas siempre tenían cintas de emoción, aventura o romance sin fin. Muchos perdieron la vista por tanto llorar cuando Pepito el Toro es incendiado y su papá, Pepe el Toro (Pedro Infante) y su mamá La chorreada (Blanca Estela Pavón) lloraban a mares la muerte del niño:

… Y todos nosotros con ellos: el cine todo era un mar de lágrimas: era un suspiro y suspiro, era una tos varonil que no se podía contener, era sentirse ahí, en la vecindad y someterse al suplicio del niño abrazado mientras todo es tragedia, tragedia en la pantalla, tragedia porque al voltear uno veía a todos bañados en llanto… En tanto que inmisericorde, el sujeto aquel con bata blanca y una charola en la mano, seguía con su pregón maldito: “Chicles, chocolates, muéganos, pepitaaaaas”.

Por entonces no nos daba para la sociología o la interpretación epistemológica de las películas. No nos dábamos cuenta, por ejemplo, de que cintas como Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Pepe el Toro era una saga demagógica en donde el pobre, por el sólo hecho de serlo, es feliz, siempre dispuesto al apoyo a la comunidad y siempre felices y cantarines, aunque no haya dinero, porque quienes lo tienen: los ricos, son perversos, traicioneros, borrachines, llorones, sufren y son feos.

Así que nuestras historias iban del reír o llorar, de cantar rancheras o de sufrir la pena negra. De todo había. Luego de que pasó la efervescencia, comenzó el cine de rumberas, el de las ‘cabareteras arrepentidas’ decían. Bailarinas que habían ‘dado su mal paso’ y que, por lo mismo, estaban condenadas a bailar eternamente al ritmo de rumba-mambo-chachachá.

“Vende caro tu amor, aventurera; paga el precio del dolor, a tu pasado y aquel, que de tus labios la miel quiera, que pague con diamantes tu pecado…” Ahhhhh… Mientras Ninón Sevilla cruzaba digna y lujuriosa, llena de encantos mil, envuelta en un traje dorado (la película Aventurera es en blanco y negro, pero suponemos que el traje era dorado) mientras fuma su cigarro, se posa en un pilar del cabaret maldito y mira a todos con desdén porque ella, esa noche, es la reina doliente, pero orgullosa.

Y así. También había después de los cincuenta y poco de los sesenta, el cine de charros. El de enmascarados-charros que recorrían caminos –a lo Don Quijote- para perseguir malandrines, cantar y hacer justicia, pero también para ligar con la chica guapa del pueblo, a la que, bajo promesa de regresar, le hacía prometer que lo esperaría… ughhhh… No sabemos si los jinetes justicieros, enmascarados o no, regresaron algún día: Pero hicieron justicia y mataron o encarcelaron a los malandrines que nunca faltan.

Y qué tal las películas de El Santo. Inolvidables. Insustituibles. Inmejorables. Nuestro enmascarado de Plata, siempre en la lucha por la vida y por la solución de grandes problemas y amenazas nacionales o del extranjero.

Según Carlos Monsiváis, Santo fue “el rito de la pobreza, de los consuelos peleoneros dentro del gran desconsuelo-que-es-Ia-vida, la mezcla exacta de tragedia clásica, circo, deporte olímpico, comedia, teatro de variedad y catarsis laboral”. Todo junto.

Comenzó con Santo contra cerebro del mal, en 1958, y de ahí en adelante, muchas más: Santo contra las mujeres vampiro (1962), Santo en el museo de cera (1963) Santo, el Enmascarado de Plata vs. los villanos del ring (1966), Santo contra el doctor Muerte (1973)… Y qué tal su amigo de aventuras: Blue Demon, incansable.

Más tarde, después del 68 vino una renovación del cine mexicano y ya está por ahí Los caifanes que comenzó a ser llamado “cine de aliento”. Y con el gobierno de Echeverría comenzó una época del cine épico nacional: El principio, de Gonzalo Martínez; Muñeca reina, de Sergio Olhovich y Jaime Humberto Hermosillo con sus intimas intensidades…

Pero el cine seguía siendo la casa de uno. Las salas estaban repletas. La gente acudía con o sin bolsa de tortas, depende el cine. Y se entregaba al azoro, a la novedad, al mundo cierto que rebasa la realidad porque la realidad es más una película de terror, en tanto que las películas-cine, siempre tenían solución.

El cine en casa es cierto. Pero el cine en la sala de proyección sigue siendo el espacio de todos y para todos en un solo aliento.

Las salas de cine hoy son bonitas, eficientes, y están en escalerita para que el de atrás tenga la visión amplia y colorida de lo que se está viendo. Todo sigue como antes, aunque de otro modo. Y es bueno.

Mientras en el mundo exista un solo hombre y una mujer que tenga sueños, que tenga realidades que plasmar en la pantalla y contar historias y decirnos-decirse-decirnos que ‘la vida no es muy seria en sus cosas’ habrá cine. Habrá Tardes de Cine, como entonces, como ahora.

“¡Buenos días pajaritos!”; “¡Pepe el Toro es inocenteeeee!”; “¡Rotos fufurufos!”… “Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso…tururururúuuuu…”

jhsantiago@prodigy.net.mx

“¡Pepe el Toro es inocente! ¡Pepe el Toro es inocente!”

En 1988 Giuseppe Tornatore, el director italiano, hizo una película muy elocuente. Una cinta que relataba la vida de un pueblo al sur de Italia y en donde la vida de sus pocos habitantes giraba en torno al cine: el Cinema Paradiso, que era la sala de proyecciones y que estaba en el centro del lugar.

Según la trama, este cine era el refugio de todos; el encuentro de todos y la convivencia fraterna, cordial, inocente, erótica, poderosa y expectante de la gente que vive, come, ama y sueña; sueña con las grandes estrellas, con las grandes aventuras, en la emoción del encuentro y en aquellas historias que los tenían arrobados, pero al mismo tiempo vivos y emocionados.

Nadie puede olvidar el final catártico y dulce de la historia. Pero tampoco pasó desapercibido el contenido y razón de la obra: la caída del cine; la creencia de que las salas de cine y las proyecciones pasarían a la historia. Habían aparecido en el mundo las videocaseteras, para ver en casa todo aquello que se quería disfrutar, ahora en la intimidad del hogar… El presagio estaba ahí: y no se cumplió, por fortuna.

El cine está más vivo que nunca y sigue siendo, por todo, ese arte de la imagen, del diálogo, de la actuación, de la escenografía, de la música, de la dirección, de la edición y de todo eso que hace que cada película que vemos sea una sinfonía, en la que participan cientos de personas para hacer que en dos o tres horas seamos otro y uno: todos y uno: que estemos en Waterloo o en la estepa rusa, en los campos y bajo los hermosos cielos mexicanos como en el mar… y así…

Al final, aquel presagio de Cinema Paradiso y otras maldiciones no se cumplieron porque la gente, en todo el mundo donde es posible, sigue yendo a las salas de exhibición, está dispuesta a llegar al santuario en donde su vida será otra y mil más, será el mismo aventurero o ellas la Mujer Maravilla y seguirá saliendo, triste o contento, indignado o relajado, pero nunca igual a como entró aquella misma tarde, en sus tardes de cine.

En México hay una gran tradición de hacer cine. Viene de lejos. Ya desde antes del siglo pasado. El mero-mero privilegiado y sorprendido hasta las cachas fue don Porfirio Días quien el 6 de agosto de 1896, en la noche, con su familia y miembros de su gabinete, vieron asombrados las imágenes en movimiento que dos enviados de los hermanos Lumière proyectaron con el cinematógrafo, en uno de los salones del Castillo de Chapultepec.

Unos meses después el rompope ya estaba en su punto. Don Porfis autorizó la exhibición de ‘las vistas’ y se abrió una sala de proyecciones en la calle de Plateros –hoy Madero--. Y de ahí en adelante ya nada paró a esa emocionante aventura de las tardes de cine.

Ya dando largos pasos, muy formalito ya en el XX se hacían películas en México, como aquella El automóvil gris, de 1919, de Enrique Rosas, o El Compadre Mendoza de Fernando de Fuentesen1933 y muchas más antes y después de éstas, hasta la época dorada, o mejor, la época de oro del cine nacional, que va de 1936 a 1957, que es cuando en plena 2ª. Guerra Mundial, la producción nacional se sirvió con la cuchara grande porque las películas mexicanas eran vistas en gran parte del mundo, con aplausos, pero muy particularmente en América Latina y España.

El cine mexicano fue prolífico en historias intensas, emotivas, de campo o urbanas, lo mismo La mujer del puerto de 1934, dirigida por Arcady Boytler, como María Candelaria, de 1944 del Indio Fernández. Y así: larga historia esa la del cine mexicano, y grandes obras y grandes directores como excelentes actores y técnicos y todo ese universo de sueños incontenibles.

Pero más que eso. El chiste era ir al cine. Ir a la menor provocación. Era durante todos aquellos años el refugio de cada uno de quienes vivían y viven en este país tan dado a hacer suyas las historias que se cuentan y tan dado a sentirse halagado porque en el cine se está; cada uno es tal o cual personaje y sabe su alegría y su pesar, puestos en el cine.

Por muchos años el éxito de la cinematografía nacional era grande. Llegó también el cine internacional. Por entonces los gringos no se ponían roñosos y llegaba a México mucho cine europeo, esto por ahí de los 60 y poco después.

Y en la capital del país, como en muchos estados de la República, surgieron salas cinematográficas como hongos. Y mientras más grandes y vistosas mejor. Eran todo un lujo de arte-de arquitectura-de espacio y acaso también de seguridad.

¿Quién puede olvidar, por ejemplo, el Palacio Chino que estaba en Bucareli del Distrito Federal? ¿O quién el Cine Alameda que estaba en la avenida Juárez?

Y había cines para todos los gustos y para todos los recursos. Claro. Los rotos fufurufos iban a ese Palacio Chino que costaba un buen por cada boleto para ver ¡una sola película de estreno! en tanto, muchos, el pueblo raso, la gente de a pie, iba a los cines “piojito” a los que se entraba desde las cuatro de la tarde para salir –faroleado y sin brillo en los ojos—a eso de las 9 de la noche luego de tandas de dos o tres películas: todo por unos mínimos pesos o centavos.

Y era –en este caso—una aventura si confesable. Para empezar las tandas de dos o tres películas siempre tenían cintas de emoción, aventura o romance sin fin. Muchos perdieron la vista por tanto llorar cuando Pepito el Toro es incendiado y su papá, Pepe el Toro (Pedro Infante) y su mamá La chorreada (Blanca Estela Pavón) lloraban a mares la muerte del niño:

… Y todos nosotros con ellos: el cine todo era un mar de lágrimas: era un suspiro y suspiro, era una tos varonil que no se podía contener, era sentirse ahí, en la vecindad y someterse al suplicio del niño abrazado mientras todo es tragedia, tragedia en la pantalla, tragedia porque al voltear uno veía a todos bañados en llanto… En tanto que inmisericorde, el sujeto aquel con bata blanca y una charola en la mano, seguía con su pregón maldito: “Chicles, chocolates, muéganos, pepitaaaaas”.

Por entonces no nos daba para la sociología o la interpretación epistemológica de las películas. No nos dábamos cuenta, por ejemplo, de que cintas como Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Pepe el Toro era una saga demagógica en donde el pobre, por el sólo hecho de serlo, es feliz, siempre dispuesto al apoyo a la comunidad y siempre felices y cantarines, aunque no haya dinero, porque quienes lo tienen: los ricos, son perversos, traicioneros, borrachines, llorones, sufren y son feos.

Así que nuestras historias iban del reír o llorar, de cantar rancheras o de sufrir la pena negra. De todo había. Luego de que pasó la efervescencia, comenzó el cine de rumberas, el de las ‘cabareteras arrepentidas’ decían. Bailarinas que habían ‘dado su mal paso’ y que, por lo mismo, estaban condenadas a bailar eternamente al ritmo de rumba-mambo-chachachá.

“Vende caro tu amor, aventurera; paga el precio del dolor, a tu pasado y aquel, que de tus labios la miel quiera, que pague con diamantes tu pecado…” Ahhhhh… Mientras Ninón Sevilla cruzaba digna y lujuriosa, llena de encantos mil, envuelta en un traje dorado (la película Aventurera es en blanco y negro, pero suponemos que el traje era dorado) mientras fuma su cigarro, se posa en un pilar del cabaret maldito y mira a todos con desdén porque ella, esa noche, es la reina doliente, pero orgullosa.

Y así. También había después de los cincuenta y poco de los sesenta, el cine de charros. El de enmascarados-charros que recorrían caminos –a lo Don Quijote- para perseguir malandrines, cantar y hacer justicia, pero también para ligar con la chica guapa del pueblo, a la que, bajo promesa de regresar, le hacía prometer que lo esperaría… ughhhh… No sabemos si los jinetes justicieros, enmascarados o no, regresaron algún día: Pero hicieron justicia y mataron o encarcelaron a los malandrines que nunca faltan.

Y qué tal las películas de El Santo. Inolvidables. Insustituibles. Inmejorables. Nuestro enmascarado de Plata, siempre en la lucha por la vida y por la solución de grandes problemas y amenazas nacionales o del extranjero.

Según Carlos Monsiváis, Santo fue “el rito de la pobreza, de los consuelos peleoneros dentro del gran desconsuelo-que-es-Ia-vida, la mezcla exacta de tragedia clásica, circo, deporte olímpico, comedia, teatro de variedad y catarsis laboral”. Todo junto.

Comenzó con Santo contra cerebro del mal, en 1958, y de ahí en adelante, muchas más: Santo contra las mujeres vampiro (1962), Santo en el museo de cera (1963) Santo, el Enmascarado de Plata vs. los villanos del ring (1966), Santo contra el doctor Muerte (1973)… Y qué tal su amigo de aventuras: Blue Demon, incansable.

Más tarde, después del 68 vino una renovación del cine mexicano y ya está por ahí Los caifanes que comenzó a ser llamado “cine de aliento”. Y con el gobierno de Echeverría comenzó una época del cine épico nacional: El principio, de Gonzalo Martínez; Muñeca reina, de Sergio Olhovich y Jaime Humberto Hermosillo con sus intimas intensidades…

Pero el cine seguía siendo la casa de uno. Las salas estaban repletas. La gente acudía con o sin bolsa de tortas, depende el cine. Y se entregaba al azoro, a la novedad, al mundo cierto que rebasa la realidad porque la realidad es más una película de terror, en tanto que las películas-cine, siempre tenían solución.

El cine en casa es cierto. Pero el cine en la sala de proyección sigue siendo el espacio de todos y para todos en un solo aliento.

Las salas de cine hoy son bonitas, eficientes, y están en escalerita para que el de atrás tenga la visión amplia y colorida de lo que se está viendo. Todo sigue como antes, aunque de otro modo. Y es bueno.

Mientras en el mundo exista un solo hombre y una mujer que tenga sueños, que tenga realidades que plasmar en la pantalla y contar historias y decirnos-decirse-decirnos que ‘la vida no es muy seria en sus cosas’ habrá cine. Habrá Tardes de Cine, como entonces, como ahora.

“¡Buenos días pajaritos!”; “¡Pepe el Toro es inocenteeeee!”; “¡Rotos fufurufos!”… “Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso…tururururúuuuu…”

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