/ jueves 4 de marzo de 2021

Una más del dinosaurio

“Es frecuente que en todas las actividades y en todas las relaciones de la vida, los humanos tengan un sobrenombre que los identifica, muchas veces, con mayor precisión que su propio nombre de registro civil o religioso. Y aquí los distingo ya de inicio porque ha sucedido que a un infante los padres le ponen un nombre civil y otro religioso.

Ello se debe a diversas razones. Una es porque el padre quería un nombre y la madre otro. Total que lo dejan en un empate creando, con ello, una chinga perpetua para el pobre chamaco al que su padre le dice “Pepe” mientras su madre le grita “Lalo”.

Pero decíamos de las profesiones o actividades, las cuales tienen sus sobrenombres muy exclusivos. Por eso, los intelectuales usan pseudónimo. Los actores, nombre artístico. Los amigos, nombre de cariño. Los revolucionarios, nombre clave. Los políticos, nombre de campaña. Los Papas, nombre de reinado. Los delincuentes usan alias. Los imbéciles, usan apodo. Y las putas, nombre de batalla.

Sin embargo, tengamos cuidado de no confundirlos ni tergiversarlos. Por ejemplo, no es lo mismo el apodo que el nombre de cariño. No un sólo “José” sino todos ellos son Pepe. Como todos los “Franciscos” son Pancho y todos las “Guadalupes” son Lupe.

Eso no es un apodo, es un apócope. No es una derivación perteneciente a la persona sino a su nombre. En todos los idiomas pasa lo mismo. Los Joseph son Joe, los Robert son Bob y las Deborah son Debbie. Cualquier persona puede decirme “Pancho” o “Don Pancho” porque no es un apodo que tan sólo se les permite a los amigos. Ahora bien, ya que estamos en esto, decíamos que sólo los pendejos usan apodo.

Esto es distinto a que las demás personas de su afecto lo usen para con él. Todos tenemos un amigo que es “el gordo”, “el flaco” o “el chaparro”. Así le dicen sus cuates y nadie más. Su secretaria no le puede decir “Oye, chaparro” porque el que lo escuche empieza a maliciar con cochambre aunque, seguramente, con acierto.

Pero lo que es estrictamente prohibido es que el propio aludido lo use para con él mismo y diga “Avísele que le llamó el flaco”. O “registren mi mesa a nombre del gordo”. Eso es propio y exclusivo de los pendejos.

Los artistas casi siempre cuando se cambian el nombre es porque el suyo les resulta muy feo. El famoso Javier Solís era, realmente, Gabriel Siria Levario y la famosa Dolores del Río era María Asúnsolo.

Por su parte, los políticos hoy han agarrado la maña de usar su nombre como si fueran reyes. Es decir, sin apellido. “Vote por Macrino”. “Júpiter para gobernador”. Rockefeller, De Gaulle, Alemán y mil más han dejado el nombre propio para el uso exclusivo de los empleados de cercana confianza. “Dile a Felipe que barra el patio”. “Dile a César que lave el excusado”. Con eso todos sabemos que no se refiere al Habsburgo que gobernó a España ni al Iulia que rigió en Roma.

Algunos, también, se vuelven nombres referenciales que se agregan inseparablemente al nombre real del aludido. “El pendejo de Fulano”. “El hijo de la chingada de Perengano”. “La puta de Zutana”. Hasta pareciera que así lo dicen sus tarjetas de visita.

“Fulano de Tal, pendejo profesional”. “Perengana de Tal, puta aficionada”. En fin, esto da para mucho. Con decirles que hasta hubo un gobernante tan inútil, tan pendejo y tan grisáceo que parecía un apodo, un alias o un cariño cuando le decían Señor-Presidente. Vale.”

GALINDO OCHOA, Francisco. Los sobrenombres, en El último dinosaurio. Academia Nacional, A.C., 2011, pp. 19-20.

“Es frecuente que en todas las actividades y en todas las relaciones de la vida, los humanos tengan un sobrenombre que los identifica, muchas veces, con mayor precisión que su propio nombre de registro civil o religioso. Y aquí los distingo ya de inicio porque ha sucedido que a un infante los padres le ponen un nombre civil y otro religioso.

Ello se debe a diversas razones. Una es porque el padre quería un nombre y la madre otro. Total que lo dejan en un empate creando, con ello, una chinga perpetua para el pobre chamaco al que su padre le dice “Pepe” mientras su madre le grita “Lalo”.

Pero decíamos de las profesiones o actividades, las cuales tienen sus sobrenombres muy exclusivos. Por eso, los intelectuales usan pseudónimo. Los actores, nombre artístico. Los amigos, nombre de cariño. Los revolucionarios, nombre clave. Los políticos, nombre de campaña. Los Papas, nombre de reinado. Los delincuentes usan alias. Los imbéciles, usan apodo. Y las putas, nombre de batalla.

Sin embargo, tengamos cuidado de no confundirlos ni tergiversarlos. Por ejemplo, no es lo mismo el apodo que el nombre de cariño. No un sólo “José” sino todos ellos son Pepe. Como todos los “Franciscos” son Pancho y todos las “Guadalupes” son Lupe.

Eso no es un apodo, es un apócope. No es una derivación perteneciente a la persona sino a su nombre. En todos los idiomas pasa lo mismo. Los Joseph son Joe, los Robert son Bob y las Deborah son Debbie. Cualquier persona puede decirme “Pancho” o “Don Pancho” porque no es un apodo que tan sólo se les permite a los amigos. Ahora bien, ya que estamos en esto, decíamos que sólo los pendejos usan apodo.

Esto es distinto a que las demás personas de su afecto lo usen para con él. Todos tenemos un amigo que es “el gordo”, “el flaco” o “el chaparro”. Así le dicen sus cuates y nadie más. Su secretaria no le puede decir “Oye, chaparro” porque el que lo escuche empieza a maliciar con cochambre aunque, seguramente, con acierto.

Pero lo que es estrictamente prohibido es que el propio aludido lo use para con él mismo y diga “Avísele que le llamó el flaco”. O “registren mi mesa a nombre del gordo”. Eso es propio y exclusivo de los pendejos.

Los artistas casi siempre cuando se cambian el nombre es porque el suyo les resulta muy feo. El famoso Javier Solís era, realmente, Gabriel Siria Levario y la famosa Dolores del Río era María Asúnsolo.

Por su parte, los políticos hoy han agarrado la maña de usar su nombre como si fueran reyes. Es decir, sin apellido. “Vote por Macrino”. “Júpiter para gobernador”. Rockefeller, De Gaulle, Alemán y mil más han dejado el nombre propio para el uso exclusivo de los empleados de cercana confianza. “Dile a Felipe que barra el patio”. “Dile a César que lave el excusado”. Con eso todos sabemos que no se refiere al Habsburgo que gobernó a España ni al Iulia que rigió en Roma.

Algunos, también, se vuelven nombres referenciales que se agregan inseparablemente al nombre real del aludido. “El pendejo de Fulano”. “El hijo de la chingada de Perengano”. “La puta de Zutana”. Hasta pareciera que así lo dicen sus tarjetas de visita.

“Fulano de Tal, pendejo profesional”. “Perengana de Tal, puta aficionada”. En fin, esto da para mucho. Con decirles que hasta hubo un gobernante tan inútil, tan pendejo y tan grisáceo que parecía un apodo, un alias o un cariño cuando le decían Señor-Presidente. Vale.”

GALINDO OCHOA, Francisco. Los sobrenombres, en El último dinosaurio. Academia Nacional, A.C., 2011, pp. 19-20.