/ domingo 9 de julio de 2017

Jueves Negro

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La convivencia carcelaria no tiene explicación análoga. Es una soledad que enajena el espíritu. El hombre privado de su libertad conoce la impotencia. No hay alternativas de ninguna índole para quien ha sido sometido por las rejas de un presidio y obligado a sobrevivir por años, acosado por la inquina de otros sobrevivientes que padecen el mismo cautiverio. Son -dicen los juristas-, las reglas de la sociedad, donde no hay readaptación, única y sencillamente la locura giratoria de un callejón sin salida y/o un patético abismo.

La libertad es un don que no valoramos los que no hemos sufrido como hábitat un presidio. Quienes no padecimos las devastadoras fauces del monstruo sin cabeza del encierro obligatorio. Desde la antigüedad los beatos se refugiaban en un monasterio para expiar sus culpas, yerros, faltas y pecados pero, optaban ese calvario por decisión propia. Un voluntariado eremita con cuya compensación creían que podrían pagar sus arrepentimientos.

Sin embargo, lo sucedido en el cárcel de Las Cruces derrota hasta la imaginación. La muerte violenta asestada en una riña colectiva es el espejo de una situación aflictiva. Ni siquiera un larvado desquite pudiera convertirse en tan sanguinaria represalia. No fue el cobro de una venganza ni la deuda de un agravio. Se trató de la carnicería más aleve de que tengamos memoria.

Una orgía de sangre donde no entendemos como pueda existir tanta saña en agresores sádicos y locos que disfrutan el dolor de tantas víctimas inermes. Satánica es la sicología del verdugo que escala grados de una fiera, la hiena o de Belcebú. La bestia del demonio domina el alma del patibulario. Es el anti-valor de la vida. La absoluta ausencia de respeto por la existencia de un contemporáneo suprimido ante la incapacidad de defenderse. No deja de ser cobardía agredir cuando tienes ventaja.

Perdón pero son necesarias estas patéticas ocasiones para que se tomen cartas en el asunto y se proceda a remediar el hacinamiento de penados en el nivel del terror y el homicidio multitudinario.

La impotencia también me hace su víctima. Escribir epitafios no es ninguna tarea fácil. No poder aliviar la condición de los occisos. No haber prevenido la masacre de una madrugada lóbrega, de un jueves negro que todavía no amanece en el hálito de los muertos.

El Estado de Derecho no puede ser desmantelado de esta forma. Los reos están a cargo de la custodia civil de unas instituciones que deben prevalecer por sobre la violencia de cualquier infortunado. Corregir, prevenir, vigilar, son una obligación para que exterminios de esta naturaleza no tengan jamás en Acapulco -ni en ninguna otra parte-, oportunidad para repetirse.

PD: “Cuánto llanto si debo de cantar espanto”: Víctor Jara.

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La convivencia carcelaria no tiene explicación análoga. Es una soledad que enajena el espíritu. El hombre privado de su libertad conoce la impotencia. No hay alternativas de ninguna índole para quien ha sido sometido por las rejas de un presidio y obligado a sobrevivir por años, acosado por la inquina de otros sobrevivientes que padecen el mismo cautiverio. Son -dicen los juristas-, las reglas de la sociedad, donde no hay readaptación, única y sencillamente la locura giratoria de un callejón sin salida y/o un patético abismo.

La libertad es un don que no valoramos los que no hemos sufrido como hábitat un presidio. Quienes no padecimos las devastadoras fauces del monstruo sin cabeza del encierro obligatorio. Desde la antigüedad los beatos se refugiaban en un monasterio para expiar sus culpas, yerros, faltas y pecados pero, optaban ese calvario por decisión propia. Un voluntariado eremita con cuya compensación creían que podrían pagar sus arrepentimientos.

Sin embargo, lo sucedido en el cárcel de Las Cruces derrota hasta la imaginación. La muerte violenta asestada en una riña colectiva es el espejo de una situación aflictiva. Ni siquiera un larvado desquite pudiera convertirse en tan sanguinaria represalia. No fue el cobro de una venganza ni la deuda de un agravio. Se trató de la carnicería más aleve de que tengamos memoria.

Una orgía de sangre donde no entendemos como pueda existir tanta saña en agresores sádicos y locos que disfrutan el dolor de tantas víctimas inermes. Satánica es la sicología del verdugo que escala grados de una fiera, la hiena o de Belcebú. La bestia del demonio domina el alma del patibulario. Es el anti-valor de la vida. La absoluta ausencia de respeto por la existencia de un contemporáneo suprimido ante la incapacidad de defenderse. No deja de ser cobardía agredir cuando tienes ventaja.

Perdón pero son necesarias estas patéticas ocasiones para que se tomen cartas en el asunto y se proceda a remediar el hacinamiento de penados en el nivel del terror y el homicidio multitudinario.

La impotencia también me hace su víctima. Escribir epitafios no es ninguna tarea fácil. No poder aliviar la condición de los occisos. No haber prevenido la masacre de una madrugada lóbrega, de un jueves negro que todavía no amanece en el hálito de los muertos.

El Estado de Derecho no puede ser desmantelado de esta forma. Los reos están a cargo de la custodia civil de unas instituciones que deben prevalecer por sobre la violencia de cualquier infortunado. Corregir, prevenir, vigilar, son una obligación para que exterminios de esta naturaleza no tengan jamás en Acapulco -ni en ninguna otra parte-, oportunidad para repetirse.

PD: “Cuánto llanto si debo de cantar espanto”: Víctor Jara.

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