/ viernes 2 de abril de 2021

“¿Gusta usted ser detenido?”

Desde que el Ejército mexicano fue arrojado al campo de batalla contra la delincuencia organizada, ejerciendo funciones policiacas ratificadas por el actual gobierno federal, su imagen y respeto como autoridad responsable de defender la soberanía nacional han envilecido. El verde oliva imponía e inhibía; hoy, es arredrado. En noviembre del año pasado, un convoy de militares fue agredido y sometido por civiles encapuchados en Múgica, poblado michoacano de la Tierra Caliente; en Los Reyes, otra localidad de Michoacán, soldados que aplicaban el plan DNIII en agosto de 2019 fueron golpeados con palos y tablas. Ese mismo año, en el municipio de Leonardo Bravo de nuestro estado, tres militares fueron asesinados por hombres armados y en la región de la Costa Chica 15 soldados eran retenidos por autodefensas locales que demandaban liberar a sus compañeros. Agresiones similares contra las fuerzas armadas se han registrado en otros estados como Puebla y Tamaulipas.

Ante esos embates, con bajas, inclusive, la instrucción del presidente Andrés Manuel López Obrador al Ejército es inamovible: actuar con respeto a los derechos humanos. “Los delincuentes son seres humanos (sic) que merecen nuestro respeto y el uso de la fuerza tiene límites”, ha dicho el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas para justificar la complacencia que debe prevalecer hacia ladrones, secuestradores, asesinos, violadores.

Y esa norma federal también es aplicable a la Guardia Nacional y policías locales, de por sí rebasadas y acotadas para actuar frente a la delincuencia.

El caso de Victoria, una mujer salvadoreña fallecida por excesos de policías de Tulum, en Quintana Roo, puso en evidencia las deficiencias de los cuerpos policiacos municipales en su capacidad de reacción. Sin embargo, ese abuso ha sido comparado de manera engañosa con un hecho ocurrido días después en Acapulco -existe un video detallado de los hechos en redes sociales- donde agentes de la Policía Turística someten a un individuo que presumiblemente iba armado y habría cometido un delito. La persona fue tendida sobre el pavimento por los policías porque se negó a ser revisado, tras amenazar a una pareja de turistas para despojarlos de dinero, según consta en la indagatoria.

Considerar ese incidente como un exceso policiaco exhibe la vaguedad sobre los alcances de actuación que tiene la policía ante la posible comisión de un delito. Si el desenlace hubiese sido indeseable en agravio de los denunciantes, la crítica sería centrada en la falta de actuación de los elementos policiacos.

Estamos rozando peligrosamente límites de tolerancia que romantizan la delincuencia desde el Poder Ejecutivo federal, al amparo de los derechos humanos de que también gozan las víctimas.

Este y otros casos recuerdan al amnésico oficialismo la urgencia de profesionalizar la labor policiaca y dotar a sus agentes del equipo y armamento adecuado para el desarrollo de sus funciones.

También es menester precisar atribuciones y responsabilidades en la prevención y frustración de delitos, sin omitirse protocolos debidos en materia derechos humanos, que no limiten su actuación.

Frente al crimen, llámese organizado o común, no debe haber cabida a ambigüedades ni clemencia. Abrir resquicios que permitan a delincuentes burlar la aplicación irrestricta de la ley minaría la autoridad de las instituciones encargadas de establecer el orden y nos acercaría a la instauración de un estado anárquico.

Se antoja surrealista, pero los tiempos actuales demuestran que todo puede suceder.

Pedro Kuri Pheres en Facebook

@pedrokuripheres en Twitter

acapulco.ok@gmail.com

Desde que el Ejército mexicano fue arrojado al campo de batalla contra la delincuencia organizada, ejerciendo funciones policiacas ratificadas por el actual gobierno federal, su imagen y respeto como autoridad responsable de defender la soberanía nacional han envilecido. El verde oliva imponía e inhibía; hoy, es arredrado. En noviembre del año pasado, un convoy de militares fue agredido y sometido por civiles encapuchados en Múgica, poblado michoacano de la Tierra Caliente; en Los Reyes, otra localidad de Michoacán, soldados que aplicaban el plan DNIII en agosto de 2019 fueron golpeados con palos y tablas. Ese mismo año, en el municipio de Leonardo Bravo de nuestro estado, tres militares fueron asesinados por hombres armados y en la región de la Costa Chica 15 soldados eran retenidos por autodefensas locales que demandaban liberar a sus compañeros. Agresiones similares contra las fuerzas armadas se han registrado en otros estados como Puebla y Tamaulipas.

Ante esos embates, con bajas, inclusive, la instrucción del presidente Andrés Manuel López Obrador al Ejército es inamovible: actuar con respeto a los derechos humanos. “Los delincuentes son seres humanos (sic) que merecen nuestro respeto y el uso de la fuerza tiene límites”, ha dicho el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas para justificar la complacencia que debe prevalecer hacia ladrones, secuestradores, asesinos, violadores.

Y esa norma federal también es aplicable a la Guardia Nacional y policías locales, de por sí rebasadas y acotadas para actuar frente a la delincuencia.

El caso de Victoria, una mujer salvadoreña fallecida por excesos de policías de Tulum, en Quintana Roo, puso en evidencia las deficiencias de los cuerpos policiacos municipales en su capacidad de reacción. Sin embargo, ese abuso ha sido comparado de manera engañosa con un hecho ocurrido días después en Acapulco -existe un video detallado de los hechos en redes sociales- donde agentes de la Policía Turística someten a un individuo que presumiblemente iba armado y habría cometido un delito. La persona fue tendida sobre el pavimento por los policías porque se negó a ser revisado, tras amenazar a una pareja de turistas para despojarlos de dinero, según consta en la indagatoria.

Considerar ese incidente como un exceso policiaco exhibe la vaguedad sobre los alcances de actuación que tiene la policía ante la posible comisión de un delito. Si el desenlace hubiese sido indeseable en agravio de los denunciantes, la crítica sería centrada en la falta de actuación de los elementos policiacos.

Estamos rozando peligrosamente límites de tolerancia que romantizan la delincuencia desde el Poder Ejecutivo federal, al amparo de los derechos humanos de que también gozan las víctimas.

Este y otros casos recuerdan al amnésico oficialismo la urgencia de profesionalizar la labor policiaca y dotar a sus agentes del equipo y armamento adecuado para el desarrollo de sus funciones.

También es menester precisar atribuciones y responsabilidades en la prevención y frustración de delitos, sin omitirse protocolos debidos en materia derechos humanos, que no limiten su actuación.

Frente al crimen, llámese organizado o común, no debe haber cabida a ambigüedades ni clemencia. Abrir resquicios que permitan a delincuentes burlar la aplicación irrestricta de la ley minaría la autoridad de las instituciones encargadas de establecer el orden y nos acercaría a la instauración de un estado anárquico.

Se antoja surrealista, pero los tiempos actuales demuestran que todo puede suceder.

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