/ domingo 20 de mayo de 2018

Desdén satanizado

El Acamoto 2018 llegó y trajo la misma polémica arrastrada desde hace algunos años en que este evento, que concita a los amantes del motociclismo del Centro y otros rincones del país en la Costera Miguel Alemán de Acapulco, tomó matices que disgustan a un grueso de la población por el trastorno vehicular, los desmanes y las riñas.

Hay algo innegable detrás de este controvertido encuentro: los motociclistas son turistas. Quizá no portan bermudas, camisetas, sandalias, ni gafas de playa, pero la vestimenta -chalecos de cuero, paliacates, botas- no interfiere con su bolsillo. Muchos son huéspedes del hotelería de la zona Dorada y otros llegan a la oferta extra hotelera. La inmensa mayoría consumen en nuestros restaurantes y bares. No son, en un sentido práctico, un turismo de bajo poder adquisitivo. Por el contrario. Su viaje tiene una planeación estratégica y financiera de un año.

Evidentemente, quienes asisten actualmente al Acamoto no son parte de aquellas legiones que comenzaron a arribar a la zona de La Condesa durante los primeros años del desaparecido Festival Acapulco.

El motociclismo hoy en día es más amplio pero el rugido de los motores es el factor indefectible de reunión.

El evento, sin duda, impacta en la movilidad de los acapulqueños, lo mismo que un periodo vacacional de diciembre en que la principal avenida de este destino se torna intransitable por el alto flujo de visitantes.

Sin embargo, Acapulco -una porción de este, para ser más precisos- se presta al Acamoto sólo un fin de semana y este 2018 consiguió una ocupación hotelera de 86.1 por ciento de forma general y de 92.4 por ciento en la zona Dorada. Decir que este encuentro sólo deja basura y desorden resulta simplista. Ahí están los indicadores oficiales, según la Secretaría de Turismo de Guerrero. La inconformidad con el Acamoto va más allá de sus promotores, organizadores y asistentes. Tiene que ver, más bien, con la falta de control y de seguridad por parte de las autoridades municipales que han sido rebasadas por la magnitud y el crecimiento del evento en los últimos cinco años.

La logística para la vigilancia y seguridad de este requiere una planeación integral entre los tres órdenes de gobierno para evitar los daños a terceros y hacer fluida la circulación vehicular. Más allá de eso, las críticas hacia el Acamoto pueden rayar incluso en lo injusto. En los momentos de la agonía turística de Acapulco, por allá de 2010, los motociclistas fueron parte del paliativo económico que permitió al puerto no entrar en una crisis profunda. Relegarlos hoy, cual lacra social, no es una actitud recíproca ni generosa que ameritan todos los segmentos de turistas: desde las familias que nos visitan en autobuses «charters» hasta los que se hospedan en nuestra oferta hotelera de gran turismo.

El turismo es el turismo.

El Acamoto 2018 llegó y trajo la misma polémica arrastrada desde hace algunos años en que este evento, que concita a los amantes del motociclismo del Centro y otros rincones del país en la Costera Miguel Alemán de Acapulco, tomó matices que disgustan a un grueso de la población por el trastorno vehicular, los desmanes y las riñas.

Hay algo innegable detrás de este controvertido encuentro: los motociclistas son turistas. Quizá no portan bermudas, camisetas, sandalias, ni gafas de playa, pero la vestimenta -chalecos de cuero, paliacates, botas- no interfiere con su bolsillo. Muchos son huéspedes del hotelería de la zona Dorada y otros llegan a la oferta extra hotelera. La inmensa mayoría consumen en nuestros restaurantes y bares. No son, en un sentido práctico, un turismo de bajo poder adquisitivo. Por el contrario. Su viaje tiene una planeación estratégica y financiera de un año.

Evidentemente, quienes asisten actualmente al Acamoto no son parte de aquellas legiones que comenzaron a arribar a la zona de La Condesa durante los primeros años del desaparecido Festival Acapulco.

El motociclismo hoy en día es más amplio pero el rugido de los motores es el factor indefectible de reunión.

El evento, sin duda, impacta en la movilidad de los acapulqueños, lo mismo que un periodo vacacional de diciembre en que la principal avenida de este destino se torna intransitable por el alto flujo de visitantes.

Sin embargo, Acapulco -una porción de este, para ser más precisos- se presta al Acamoto sólo un fin de semana y este 2018 consiguió una ocupación hotelera de 86.1 por ciento de forma general y de 92.4 por ciento en la zona Dorada. Decir que este encuentro sólo deja basura y desorden resulta simplista. Ahí están los indicadores oficiales, según la Secretaría de Turismo de Guerrero. La inconformidad con el Acamoto va más allá de sus promotores, organizadores y asistentes. Tiene que ver, más bien, con la falta de control y de seguridad por parte de las autoridades municipales que han sido rebasadas por la magnitud y el crecimiento del evento en los últimos cinco años.

La logística para la vigilancia y seguridad de este requiere una planeación integral entre los tres órdenes de gobierno para evitar los daños a terceros y hacer fluida la circulación vehicular. Más allá de eso, las críticas hacia el Acamoto pueden rayar incluso en lo injusto. En los momentos de la agonía turística de Acapulco, por allá de 2010, los motociclistas fueron parte del paliativo económico que permitió al puerto no entrar en una crisis profunda. Relegarlos hoy, cual lacra social, no es una actitud recíproca ni generosa que ameritan todos los segmentos de turistas: desde las familias que nos visitan en autobuses «charters» hasta los que se hospedan en nuestra oferta hotelera de gran turismo.

El turismo es el turismo.